El fin del mundo

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Pongámonos en situación: Colin y Chloé tenían tan sólo 17 años cuando se conocieron en una de esas fiestas a las que van ciertas personas con grandes expectativas. Sonaba algo de Regina Spektor, una de esas canciones que te agarran de la camiseta y te gritan «¡eh, haz algo con tu vida!», y a ti claro que no te queda otra cosa que obedecerla. Nadie sabe por qué ellos dos, que eran unos donnadies en el instituto, acudieron a aquella fiesta, mucho menos por qué se molestaron en arreglarse. Él llevaba unos vaqueros oscuros y una camisa hawaiana. Ella lucía un vestido de flores heredado de alguna familiar muerta hace tiempo. El DJ le dio la vuelta al vinilo justo en el momento en que Chloé se acercó a Colin.

«¿De qué vas vestido, de canción de Elvis Presley?».

Él la miró con desdén.

«¿Y tú de qué vas, de poema de Allen Ginsberg?».

Y el resto, como se suele decir, es historia.

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Sólo que las cosas no fueron tan sencillas al principio, y tal vez sea necesario contarlo, aunque sea para hacerle justicia a esta historia. El caso es que después de la fiesta, él buscó el nombre de Chloé en todos los perfiles de redes sociales que conocía. De la pantalla de su teléfono salía ella soplando las velas en su último cumpleaños, paseando a su perro, que lamió a Colin en la cara, escuchando la discografía de los Smiths, dibujando una llave que Colin trató de coger pero no pudo porque Chloé se estiraba tan alta como los edificios y le hacía una mueca, burlándose de él. «Suficiente», dijo, y se guardó el teléfono en el bolsillo.

Ella tampoco fue menos, aunque tal vez sus peores momentos fueron unas semanas más tarde, cuando comenzaron a hablar por mensajes. De noche, paseaba a solas por la calle, sorbiendo por la pajita de una Coca-Cola del McDonalds con el móvil en la mano, esperando una vibración o un rayo de luz. A veces se sentaba en un banco y esperaba durante horas. Una vez, cuando le preguntó si querría quedar con ella, entró en la sala de espera de un dentista y estuvo allí durante lo que le parecieron semanas.

Eran los días en los que él faltaba cuando Chloé comprendió lo que significaba estar sola, sin darse cuenta de que lo había estado toda su vida hasta haberle conocido. Aquellos días, Colin solía entrar por la puerta, apuntar a su pecho, y decir algo como:

«¡Mira! Esto que nos rodea es aire, y es lo que respiramos».

Y cuando él se iba, Chloé se quedaba sin aliento.

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Terminaron siendo novios, por decir algo. Prueba de ello es que un día, mientras paseaban por el puerto, Chloé detuvo a Colin agarrándole por la camisa y diciendo:

«No necesitamos el teléfono, ¿verdad?» dijo con el suyo en la mano.

«Es cierto, ya no» y él también tiró el suyo al mar.

Y así, liberados de sus cadenas, fueron felices durante un tiempo más. Vivían juntos, dormían juntos, lloraban juntos, reían juntos, y estuvieron tan pegados que a su alrededor se formó una burbuja de gas de Coca-Cola que les separaba del resto del mundo. Hasta que Chloé, un día, sin querer se giró un segundo y la burbuja explotó, dejándoles expuestos a la realidad.

Entonces Colin comenzó a notar que algo le tiraba del pie derecho. Al principio era capaz de combatir esa fuerza gravitacional que le arrastraba, pero un día que Chloé se había marchado de la ciudad por temas de trabajo, la gravedad agarró a Colin sin remedio. Intentó pedir auxilio, pero la gente por la calle se echaba a un lado, con miedo de que les arrastrase con ellos. Llegó volando al puerto y el tentáculo invisible le empujó al mar, donde por falta de aire se ahogó. Chloé, cuando volvió de su viaje y se enteró del trágico final de su marido, lanzó un suspiro.